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Introducción
Anatomía de las sombras es un monólogo de atmósfera lúgubre y tono reflexivo. Procuré construir una narración inmersiva que explorara la muerte desde mi perspectiva médica, incorporando a la vez una pincelada del perturbador estilo de Edgar Allan Poe, presente en sus obras más magistrales.
Entre los enunciados de mi escrito hay una personificación de las sombras, que murmuran sobre mi labor y, al final, devoran las migajas de mi entusiasmo. Con este recurso busco establecer que, a pesar de la fascinación que puede despertar, la práctica médica también consume. Intento plasmar la ambigüedad emocional que embarga, a todo personal de salud, en los momentos más difíciles: cuando debemos enfrentar el adiós de nuestros pacientes.
Adéntrate en este viaje introspectivo. ¿alguna vez te has preguntado sobre la fina línea entre la vida y el adiós?
Anatomía de las sombras
Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte.
—Llegó la hora.
La penumbra aguarda en la pequeña estancia; en ella, las sombras murmuran con entusiasmo, pero se repliegan cuando, al abrir la puerta, los rayos del ocaso interrumpen sus siniestras intenciones.
El aire es denso y estancado. Un olor a cadaverina invade el lugar, llenando mis pulmones con esa fétida fragancia que solo yo soy capaz de percibir. A la cabecera de la cama —que parece una losa fría y pulida— espera una vieja ayudante, cuyos guantes de hule cubren sus temblorosas manos hasta los codos. Por encima de su mascarilla destacan sus ojos saltones y nerviosos, mientras me saluda con una reverencia religiosa.
En medio de la pesada cama me aguarda el cuerpo de un hombre. Su rostro ya no expresa ni alegría ni sufrimiento; sus pupilas dilatadas y vacías atestiguan la mudez inherente de la muerte. Su pálida piel se asemeja más a un pergamino antiguo que a un revestimiento humano.
El tiempo se detiene ante mi labor. Lo percibo de forma distinta… inusualmente pesado. Los latidos cardíacos que marcan la vida han sido reemplazados por el tic-tac distante de un péndulo colgado a lo lejos. Cada sonido es un recordatorio cruel de que debo apurarme, pues la fosa fría lo aguarda con su abrazo eterno.
Sobre una bandeja pulcra aguardan mis instrumentos: el bisturí, con su filo cruel y helado; diversas pinzas de brillo apagado, y numerosas jeringas cargadas con la funesta formalina que fijará los tejidos y retrasará la inevitable podredumbre.
Mis manos, enguantadas, sienten un peculiar cosquilleo: una mezcla entre la destreza profesional y la oscura fascinación por la necesaria tarea de desentrañar los misterios de esta maquinaria silenciada por la muerte.
La primera incisión: un corte limpio que quiebra el silencio visual de su piel. No hay gritos, solo el susurro crepitante de la dermis al paso del bisturí empujado por mi mano. La sangre aparece escasa, fúnebre, desprovista del pulso vital. En este punto, la ayudante me observa absorta, con los ojos casi desorbitados, inmovilizada ante el sádico placer con que ejecuto mi trabajo: una delgada línea entre lo médico y lo vomitivo.
Reflexiono con ironía sobre lo cruel de mi oficio mientras atravieso cada capa de piel y se revelan ante mí los órganos retraídos y violáceos.
—Todo médico busca comprender la vida y postergar el fallecimiento, pero aquí estoy, en su estado más puro y definitivo, realizando el místico ritual del embalsamamiento: una danza silenciosa con la muerte.
El ambiente se carga de una intensidad extraña. El frío asciende por mis guantes, se impregna en mi ropa, mi piel y mis huesos, mientras las sombras persisten, murmurando en los rincones —Espero que estén orgullosas de la finura de mi trabajo—.
El silencio solo es profanado por mis cortes y el roce metálico de los instrumentos. En mi mente, los latidos de mi corazón se funden con el desesperado tic-tac del péndulo; debo darme prisa.
La lúgubre luz del atardecer me confronta exigente y, en medio de lo metódico de mi ciencia, me enfrento a uno de los mayores enigmas, preguntándome:
—¿Qué hay más allá de este pequeño y efímero paso?
Los hilos cierran la piel inerte de mi paciente. Son el único vestigio de mi profanación. Me siento orgulloso, con una perturbadora satisfacción de haber confrontado la intimidad de la muerte. Mi trabajo ha terminado.
El olor a formalina es reemplazado rápidamente por los perfumes que ahora vierten los familiares dolientes al cuerpo embalsamado.
Es hora de irme.
La penumbra aguarda en mi pequeña estancia. Un oscuro espacio lleno de libros y hojas sueltas donde, al entrar, las sombras me abrazan y carcomen las migajas de mi entusiasmo.
Fin.

Este monologo es impresionante, es como una ventana a la quietud y el silencio de la muerte, cada palabra es reveladora, un procedimiento se convierte en un ritual íntimo, donde la muerte no es el final, sino un personaje más quizás oculto en las sombras, esperando, contemplando, sin embargo también humanidad, el protagonista se interroga desde una curiosidad filosófica. ¿Qué hay más allá? ¿Qué queda después de que se cierran los hilos? Tal vez nada. Tal vez todo.