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Introducción
En un café, dos amantes se reencuentran tras años de amor no correspondido. La conexión es innegable. Aunque sus almas se unen en un amor eterno, deciden no volverse a ver debido a las circunstancias.
Recuerdo que cuando le pedí la opinión y crítica constructiva a un colega escritor sobre uno de mis microcuentos de misterio y terror, terminó elogiando mi trabajo. Como a toda persona a la que le reconocen su labor, me sentí muy alegre por sus palabras, pero me lanzó el reto: “¿Por qué no escribes algo erótico, algo que salga de tu estilo de misterio?”. Después de reflexionar sobre este reto, que tenía que ser un microcuento, decidí que fuera un reencuentro, así nace ”Encuentro en el café”. El resultado dejó impactado a mi amigo escritor. Por cierto, sí, estaba escuchando a Fito cuando escribía el final, por lo que añadí ese hermoso cierre.
Encuentro en el café
Acordamos vernos en un café, el lugar idóneo para conversar después de tanto tiempo. El ambiente era perfecto: muy acogedor, con música relajante e iluminación tenue, en maravillosa armonía con las bocanadas de aroma a café que invitaban a un diálogo. Entré ansioso, buscando un rincón ideal en aquel lugar lleno de personas. Cada mesa contenía situaciones diferentes, desde reuniones familiares y tensas conversaciones laborales, hasta dos personas que se encontraban solas: una absorta en su teléfono celular y la otra devorando ávidamente un libro.
Me senté en una mesa del fondo y pedí un café. Reflexioné sobre lo egoísta que había sido el tiempo con nosotros: fueron muchos años de amarla en silencio, cartas sin destinatario e innumerables poemas sin más sentido que venerarla. Llegó la hora acordada, mis manos temblaban y mis piernas permanecían inquietas por la ansiedad. Mi corazón latía desesperado al verla entrar, mientras el tintineo de una campana dispuesta sobre la puerta principal anunciaba su entrada a los meseros.
No tardó en divisarme, alzó la mano saludándome. Lucía radiante con su hermoso cabello ondulado; sus ojos, expresivos, revelaron que siempre me había amado. Sonreía nerviosa, pero feliz. La sencillez de su vestido y su andar femenino le infundían una gloriosa belleza. Se sentó frente a mí mientras pedía un frappé al mesero que sigilosamente la había seguido. En aquella extraña conversación predominó el lenguaje visual y corporal más que el verbal; nos entendíamos a la perfección. Fue entonces cuando decidimos amarnos como siempre debimos hacerlo, dejando que nuestros cuerpos hablaran por nosotros.
En un abrir y cerrar de ojos, nos encontramos en el pequeño cuarto de un motel; sus cuatro paredes y una cama sencilla nos parecieron dignas de un hotel cinco estrellas, destinado a emular nuestra luna de miel.
Ella me sonrió como nunca lo había hecho. Sus mejillas ruborizadas delataron su ansiedad por sentir mis brazos alrededor de su delicado cuerpo, queriendo abrazar hasta su alma. Impaciente, mordió su labio inferior, invitándome a dejar al pudor en la sala de espera, para que nuestras expresiones fueran espontáneas, apasionadas y sinceras. Aquel encuentro tenía que superar cualquier sueño que hubiera tenido. Sus ojos, llenos de luz, brillaron más que la alegría del alba de verano al verme desnudo. Yo, por mi parte, la tomé de su cintura y, halándola hacia mí con energía imperiosa, le transmití, con sobrada seguridad, que mi amor, contenido a través del tiempo, era real. Nos fundimos en un abrazo que, sin importar el tiempo que haya durado, quedó grabado en nuestros recuerdos para la eternidad. Su voz tembló al decir mi nombre completo, seguido de un “te amo”. Mis manos se precipitaron a despojarla de su ropa; su perfecta desnudez sólo podía compararse con la de una ninfa, que inspiraba arte. Su piel se erizaba por mis apasionados besos, mis labios recorrieron cada centímetro de su cuerpo, no hubo espacio que omitiera en mi cuidadoso trayecto. El olor de su piel húmeda era una mezcla de los más exquisitos aromas que haya percibido, evocaba el perfume de rosas frescas, el café jinotegano y tierra húmeda. Recorrí, con mi tacto, todas sus magníficas ondulaciones que provocó en mí una rigidez viril comparable con la de mis días de adolescente. Ella percibió, al tocarme, que era el momento de entrar en su vida, de convertirnos en un solo ser. Su voz jadeaba mi nombre entre cada espasmo de mi cuerpo sobre el suyo; cerraba sus ojos en total entrega al placer. Floreció mirándome a los ojos, y fue la perfección. Descansó orgullosa, sonriente y satisfecha en mi pecho agitado, mientras yo agradecía por este momento de mi vida. Mi mirada se perdía en un amplio espejo fijado en el techo, testigo silencioso de los amantes consumados en el fuego del amor.
Al final del encuentro, después de haber volado por horas en un torbellino de pasiones, volvimos al café entre sonrisas y miradas de complicidad, pero aterrizamos en nuestra cruda realidad. Nos despedimos con un largo y emotivo beso. Nuestras almas se habían fusionado en una simbiosis emocional nacida para ser eterna. A pesar de todo, prometimos no volver a vernos ni buscarnos. Éramos parte de un amor real, pero prohibido por el tiempo.
Ella se levantó, pero nuestras manos se aferraban en permanecer juntas mientras ella se alejaba, no volteó ni una sola vez. De fondo sonaba música de Páez, y, como perfecta coincidencia, entre tantos testigos ocupados en sus propias vidas, se escuchaba: 🎵 “miren todos, ellos solos pueden más que el amor…” 🎵.
Fin.
Lo puedes encontrar en:
Alvarado Pérez, J. L. (2023). [Encuentro en el café]. En Noches de insomnio. Tercera sección: Azul Opaco.
¡Què Bonito escribes Jorge! 🥰 Café Jinotegano y todo. 👏👏
Los recuerdos de Jinotega siempre vivirán en mí con mucho cariño. Amo a su gente y su café.