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Introducción
El ángel de la muerte es el microcuento que escribí para la convocatoria al estilo Body horror.
La idea surgió mientras preparaba una presentación sobre el Lupus Eritematoso Sistémico. La convocatoria me tenía con un remolino de ideas en la cabeza, y fue al describir el lupus discoide cuando decidí dar vida a Lesbia y su sufrimiento. Para mi sorpresa, en una presentación en mi hospital, mis colegas citaron este microcuento, un gesto que me conmovió profundamente.
Si te ha gustado la historia, te invito a dejar tu comentario y compartirla. ¿Hasta dónde crees que puede llevarnos el horror del propio cuerpo?
¡En mí existías… y observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú mismo!
El ángel de la muerte
Era imposible no notarla. Lesbia era una explosión de vitalidad y encanto, el sol que iluminaba su hogar. Su sonrisa, inagotable, era el combustible que impulsaba los motores de su adolescente vida: sus padres. Su belleza era tal que a menudo pasaba largas horas contemplándose frente a su espejo, el cual, resignado a soportar la envidia, se limitaba a devolver el reflejo intacto de su beldad. Sin embargo, su narcisismo no tenía malicia; irradiaba bondad, una energía irresistible que arrastraba consigo a quienes la rodeaban.
Lesbia comenzó a notar cambios en sí misma. La adolescencia había esculpido su cuerpo de niña en una ninfa helénica: piel tersa y blanca como la nieve, dos esmeraldas enmarcadas en sus ojos, y la rubicundez perpetua de sus mejillas acentuaban su atractivo. Pero bajo su piel perfecta, un mal insidioso comenzaba a anidar.
Una tarde, absorta frente al espejo, Lesbia quedó con la mirada atrapada en sus mejillas. La rubicundez que antes le parecía signo de belleza se había acentuado hasta el punto de parecer antinatural, como si estuvieran bañadas en un fuego interno. Durante días, pensó que aquello era la señal inequívoca de que ya era una mujer.
El invierno llegó al hogar de Lesbia como un presagio de tormentos. El frío despertó un hormigueo en sus manos. Rascaba suavemente su piel, pero el prurito no cedía. El sitio enrojecía rápidamente, y parecía mutar en algo siniestro: una red de venas se expandía bajo su piel como raíces podridas, abriéndose camino hacia su pecho. Cada mañana, Lesbia despertaba con sus manos rígidas y un dolor que taladraba sus falanges. Empuñaba y estiraba sus manos, intentando aliviar el dolor, mientras se acercaba a contemplarse en su espejo. Sus mejillas estaban en llamas, como si una mariposa ardiendo se hubiese posado sobre su rostro toda la noche, marcándola con una quemadura indeleble. Fue la primera vez que Lesbia lloró al comprender que apenas comenzaba su descenso al abismo.
El diagnóstico llegó con la contundencia de un martillo que dicta la sentencia del más cruel verdugo: ¡Lupus!
Aquel diagnóstico reverberaba en la mente de Lesbia. El médico explicó el tratamiento con indiferencia, sin ofrecer más consuelo que una leve reverencia al despedirse.
—Es temporal, mi amor. Todo pasará —murmuró su madre al abrazarla, intentando esconder el temblor en su voz.
Pero el sufrimiento de Lesbia aumentó. El dolor en su espalda era insoportable, como si algo tratara de abrirse paso desde dentro, desgarrando la carne y triturando sus costillas. Sus alaridos helaban la sangre de quienes lograban escucharla. Lesbia arañaba violentamente su espalda, tratando de que aquello saliera prontamente, para así calmar su sufrimiento. Esa misma noche, su madre acudió horrorizada después de escuchar un grito de espanto que retumbaba en su cuarto: encontró a Lesbia arqueada frente al espejo, sus uñas estaban clavadas en la carne de su espalda y la sangre se escurría serpenteando sobre el tacto de su pálida piel. Lesbia observó sus manos: los lechos ungueales de sus dedos eran cráteres que expulsaban sangre profusamente. Las llagas de su espalda supuraban, y las uñas se deslizaron, cayendo con un ruido seco al suelo.
—Quizá son tus alas, cariño —susurró la madre, mientras curaba sus heridas—. Quizá estás convirtiéndote en un ángel.
Lesbia se repetía una y otra vez esas palabras. El sufrimiento la devoraba por dentro: sus alas no llegaban; solo el llanto y el dolor la acompañaban.
Al cabo de unos meses, el rostro de Lesbia, antaño resplandeciente, adoptó una palidez cadavérica; Sus ojos se hundieron, y su piel seca y cuarteada, daba la impresión de pertenecer a una criatura surgida de las tinieblas. Sus manos estaban deformes por el martirio incesante de sus artralgias; la desviación cubital de sus dedos se asemejaba a garras grotescas e inhumanas. El mundo de Lesbia, construido con tanto orgullo, se había desplomado en un destino apocalíptico, sepultándola en una soledad infinita.
Una noche Lesbia se encerró en su habitación. Frente al espejo, contempló su reflejo: aquella criatura que la miraba no era ella. El cruel espejo reía complacido por la deformidad de su usuaria. Su piel estaba marcada por cicatrices y costras después de haber sido devoradas por el fuego del dolor, símbolo de expiación por su vanidad.
Con sus manos temblorosas, desabrochó su pijama dejando a la vista un cadáver que aun parpadeaba y lloraba. Se giró y observó su espalda; lo que vio la dejó sin aliento: era un paisaje de carne retorcida y laceraciones. Lesbia imaginó larvas reptando los surcos de aquellas heridas, donde las supuestas alas habrían de surgir. Sus dedos recorrieron los bordes de las llagas, eran indoloros; quiso arrancar la carne putrefacta, pero no tenía las fuerzas suficientes.
—No soy un ángel— murmuró su voz apagada.
Mientras aquellas palabras escapaban de sus labios, algo oscuro y maquiavélico despertó en su interior.
¿Y si lo soy? No soy un ángel de luz. Soy algo más terrible, nacido del sufrimiento y moldeado por la agonía. No todos los ángeles traen esperanzas ni son hermosos.
El alba dibujó un tenue resplandor en la habitación. Lesbia corrió las cortinas de su ventana y la luz bañó su rostro desfigurado, cegándola unos instantes. Volvió a colocarse frente al espejo: una sonrisa trastornada se dibujaba en su rostro, sus pupilas estaban dilatadas, como si su alma quisiera salir a través de ellas. Su lengua lamía sus labios agrietados dejando un rastro de saliva espesa y luego hurgaba entre sus dientes flojos con movimientos espasmódicos. Estaba fuera de sí.
En un arranque de locura, se lanzó frente a su espejo, que estalló en mil pedazos. La piel de su frente se abrió en un corte de la que brotó un torrente de sangre azulada y un pedazo de vidrio perforó su ojo izquierdo. Esa mañana, murieron Lesbia y su infernal reflejo.
Con sus últimas fuerzas de vida y usando su sangre como tinta, escribió en el suelo:
Soy un ángel de la muerte.
Fin.
Puedes encontrarlo en:
Alvarado Pérez, J. L. (2025). [El Ángel de la muerte]. En Noches de insomnio. Primera sección: Noches de insomnio.
«El ángel de la muerte» es un relato fuerte y desgarrador que muestra cómo la enfermedad y el dolor pueden consumir no solo el cuerpo, sino también la identidad. Ver a Lesbia atravesar una transformación que nunca se completa, que va llevándola por un camino de sufrimiento y desesperación es tan crudo como inevitable. Un cuento que me parece difícil de olvidar.
A veces es mejor ser Ángel que cualquier otra barbaridad (personaje) que te quieran dar. 🙌