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Introducción
El viaje es el microcuento que más he disfrutado escribir. En él logré plasmar un manojo de sentimientos diversos: la algarabía de un ambiente de transporte urbano, el sentir de un médico al analizar pacientes, el luto, la soledad y la desesperanza.
Todos enfrentamos nuestro propio viaje. ¿Qué te pareció el microcuento? ¿Has vivido alguna experiencia similar? ¡Compártela en los comentarios!
Espero que disfrutes la lectura tanto como yo disfruté crearla.
El viaje
Sólo ven lo que quieren ver.
Había estado viajando poco más de media hora en un viejo autobús que rechinaba al ritmo de una música indistinguible, cuando frenó estrepitosamente en la parada. El particular autobús estaba revestido por colores chillantes, calcomanías de caricaturas noventeras y citas bíblicas que contrastaban con la peculiar selección musical que, placenteramente, disfrutaba el conductor. El autobús se resguardó en la parada como exhausto, emanando exageradas cantidades de humo, similar al fumador crónico que, a pesar de estar enfermo, seguía con su viciosa fumarada, pero este lo hacía por un escape destartalado. El enorme vehículo venía repleto de jóvenes universitarios que irradiaban alegría, seguramente por el final de sus clases. Entre risas, se empujaban para conseguir un asiento y hacían bromas mientras se agrupaban por afinidad para comenzar su viaje de regreso a casa. Sonreí al recordar mis días de universidad.
Mi vida como médico había sembrado en mí una terrible mala costumbre; se había vuelto inherente a mí y me perseguía como si fuera una maldición. Buscaba diagnósticos en los rostros y gestos de las personas: —“Ella tiene el exoftalmos del hipertiroideo…; él tiene el signo de cuenta monedas típico del Parkinson…”— Así era todo el tiempo, pero esta vez fue diferente.
En un abrir y cerrar de ojos, los que antes reían joviales se habían vuelto seres sombríos, con sus luces de vida menguadas y sus almas, tenues, parecían arrinconadas en un pequeño espacio cerca del corazón. Algunos sollozaban apoyados en el respaldo del asiento delantero; cada espasmo de su llanto infundía en mí el pánico de un futuro similar. Otros perdían su mirada vacía a través de las ventanas, incrédulos de su propia existencia, sumidos en la indiferencia y la apatía. Un grupo en particular, ubicados al fondo del bus, se mostraban, entre sí, sus antebrazos ensangrentados y alardeaban de tantas ocasiones en que, estando al borde de la desesperación, cortaron sus venas en busca de respuestas.
Me aterró ver cómo cada escenario se tornaba más sádico y triste conforme avanzaba buscando la salida. Había llegado a mi destino, bajé a toda prisa, una sensación de alivio y seguridad volvía a tomar el control en mí. El bus reanudó su marcha despidiéndose con una gigantesca bocanada de humo que evocaba el olor a carne en descomposición. Parecía transportar almas hacia un matadero, como aquellas que viajaban sin esperanza con el barquero de Caronte a través del río de la muerte.
Restregué mis ojos con fuerza y la visión desapareció. Delante de mí estaba, puntual como siempre, la mujer que amo. Reanimado por su presencia, suspiré. Quise tomar su mano para dirigirnos a casa, pero en ese momento pausó su marcha. —¿Cómo estuvo tu día?— pregunté, intentando olvidar la perturbadora escena del bus. Un apagado: —Todo está bien— se escapó de su boca acompañado de una sonrisa fingida, algo que en ella jamás había visto.
Me volví hacia ella y, con mis manos apoyadas en sus hombros, quise indagar qué sucedía. Atónito, noté que la luz en sus ojos se había desvanecido, dejando en su lugar una mirada afligida y gastada. El color rosa de sus mejillas se había tornado en un pálido gris fúnebre. Sus brazos colgaban vencidos por la carga que representaba para ella mantenerme en sus recuerdos. Como sin percatarse de mi presencia, avanzó torpemente, diciendo: —Es hora de que ambos descansemos.
Retrocedí incrédulo. En desesperación quise llevar mis manos a la cabeza; fue entonces cuando las noté, putrefactas, casi en los huesos. Mi alma, tenue, se encontraba arrinconada cerca de mi corazón. De repente, un ardor abrasante se impregnó alrededor de mi cuello; fueron inútiles los intentos de querer desprenderme de lo que me oprimía. En ese momento contemplé en mi mente sucesos que nunca viví: Desesperada, entrabas en nuestro cuarto, corrías hacia mí y me abrazaste a la altura de mis piernas. Llorabas desconsolada, en medio de muchas interrogantes sin respuestas. Tratabas de suspenderme, pero era inútil. Una soga había quemado y fracturado mi cuello; mi cuerpo llevaba balanceándose inerte toda la noche.
Volví a mi realidad e inmóvil, dejé que siguieras tu parsimoniosa marcha en soledad. Fue entonces cuando me percaté que tras de mí se encontraba esperándome, como interminable bucle que tenía que aceptar, el autobús que rechinaba y humeaba, para continuar el viaje.
Fin.
Lo puedes encontrar en:
Alvarado Pérez, J. L. (2022). [El viaje]. En Noches de insomnio. Primera sección: Noches de insomnio.
Hola, me ha gustado muchísimo el microcuento. Me impactó cómo lograste transmitir, en tan pocas líneas, una variedad de sensaciones tan intensas. La idea de usar el autobús como una especie de transporte para almas atormentadas y suicidas que no encuentran salida me pareció genial. Darme cuenta de que el médico estaba muerto y atrapado en un bucle, sin comprender del todo lo que sucedía a su alrededor, fue sorprendente Está muy bien escrito. Felicidades.