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Introducción
En el estudio, es el primero de cuatro actos en los que trato de explicar el arte como refugio, un escape de la realidad. A través de mis palabras y creaciones, los invito a compartir mi pensamiento, lleno de luces y sombras.
En este monólogo, la escritura se convierte en un lienzo donde plasmo emociones profundas: las heridas más dolorosas, conflictos existenciales y mi ilusión de ser leído.
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Sabía correr, podía reír, y creo que también era feliz…
En el estudio
Otro día más. La tarde es gris y tormentosa; la lluvia golpea los tejados en un martilleo incesante. La semana ha sido terrible, una sucesión de interminables horas vacías. Al entrar en mi casa, la amargura me envuelve como un manto intangible. Dejo de sonreír; aquí no hace falta el engaño. Me resulta sencillo quitarme la máscara que sonríe falsamente y quedarme con el rostro lúgubre, el auténtico. Ese que me saluda por las mañanas con ironía: —¡Ah! sigues vivo —. Y que al caer la noche me despide con un sarcástico: —Vete a dormir, si puedes.
Cierro la puerta tras de mí. Nadie está en casa. Hace más de cinco años que vivo en soledad, en un encierro que, a pesar de todo, considero menos cruel que el frenético manicomio al que llamamos trabajo. Allí reina la hipocresía, y las máscaras que todos portan sonríen con un cinismo aún más hiriente que la mía.
Sin percatarme, enciendo la radio. Hace meses que dejé de escuchar las noticias; la indiferencia se apoderó de mi voluntad y de mi tiempo, y en esta batalla no he puesto resistencia. Me sorprende, agradablemente, que haya quedado en ruido blanco, un eco mudo que ya no me perturba y se ha convertido en mi única compañía.
Avanzo hasta mi estudio, mi santuario, una diminuta burbuja de paz. Es mi lugar predilecto; en él deambulo como un alma en pena, incapaz de encontrar sosiego. Este cuarto guarda celosamente todo lo que aún amo: mis ediciones góticas de Poe y King, testigos de noches de insomnio; una guitarra acústica que yace abandonada en el suelo, mutilada de la sexta cuerda; y un tablero de ajedrez sin damas. En un arrebato, las arrojé al fuego, señal de mi inconsciente locura.
Me recuesto en mi sillón con un trago en las manos. El Whisky siempre invita a mis recuerdos a acompañarme. Es el sedante de mis dolencias, un bálsamo que lleva mi alma al borde de la paz, aunque sea por un instante. Me he vuelto adicto a este estado desinhibido, donde el dolor y la desgracia se disipan. Entre sorbos de Whisky y suspiros, me sumerjo en los recuerdos de mi niñez. Me veo corriendo descalzo, con el sol vespertino en mi rostro; estoy jugando con mis primos, riendo a carcajadas por las travesuras, que no eran más que juegos inocentes. Ahora, esos recuerdos se sienten tan lejanos y contrastan cruelmente con la maldad que ahora gobierna mis actos, entrelazándose con el resentimiento para danzar en mi mente hasta agobiarla.
Los compases de Amores de Abraham, de José de la Cruz Mena, llenan la habitación, y por un instante, la música parece purificar mi alma. Me siento orgulloso de amar la música, respiro profundamente, lleno de satisfacción. El trago de Whisky me sabe intenso, con mucho cuerpo; sonrío. Cierro mis ojos, recostando la cabeza en el respaldo y dejo que mis sentidos se liberen y disfruto del último vestigio de satisfacción que me queda.
Al terminar el vals, me animo a tocar mi guitarra. Mis manos aún conservan cierta destreza, suficiente para arrancar algunas notas. Toco La balsa y sonrío con orgullo, pero cuando intento Dime quién me lo robó, no suena bien, la ausencia de una cuerda delata mi fracaso. Hay un nudo en mi garganta. La botella de Whisky va por la mitad, la escucho susurrar y burlarse, augurando que el llanto está por iniciar. Tribulado, arrojo el instrumento lejos de mí.
Quizás escribir sea mejor; necesito expresarme, mi voz debe llegar.
Siempre he sido un pésimo bebedor. El alcohol despierta al ser más vil que habita en mí, pero también es génesis de pensamientos profundos; envía ráfagas de ideas a mi cabeza. ¡Qué amarga ironía! De un ser tan despreciable, entregado a su dipsomanía, surgen los más bellos versos de amor. Pues sí, es posible. Y así, cada vez que inicio una botella, la máquina de escribir me aguarda, con paciencia y curiosidad, con una hoja inmaculada lista para ser profanada, convirtiéndose así en testigo y cómplice.
Al final de la noche, el compendio de mis miserables rimas, nacidas del dolor y el licor, se convierten en un poemario artesanal. Es testimonio de mi desolación y del efímero consuelo que me ofrece la creación.
Me levanto y camino hacia la ventana, observando que la lluvia sigue cayendo. Entonces, me digo en medio de mi autocompasión: —¡Mañana es mejor!
Fin.