
Comparte esto:
Introducción
Historias de cementerios: mientras caminaba por el camposanto de Jocote Dulce, nació este gótico microcuento, una historia que desafía los límites entre la razón y la locura, entre la paz anhelada y el horror que acecha en cada sombra. Inspirado en mis raíces culturales —bellos recuerdos de mi ciudad natal—, este relato nos sumerge en la mente de un hombre cuya obsesión por preservar su la tranquilidad lo lleva a cometer actos irreparables.
¿Hasta dónde puede llegar el ser humano para proteger su paz interior? ¿Qué monstruos despiertan cuando la razón se desvanece?
Acompáñame a desenterrar esta inquietante historia, un tributo a Edgar A. Poe que, como las tumbas de un cementerio, guarda secretos que se resisten a permanecer ocultos.
¡Déjame tus comentarios!
…estaba cometiendo un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma inmortal hasta el punto de colocarla, si tal cosa fuera posible, incluso más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más Misericordioso y Terrible.
Historias de cementerio
Nueve vidas
Eran las 11:30 p. m. La entrada principal del cementerio Jocote Dulce estaba cerrada. Profané el lugar al atravesar con dificultad un cerco de alambres de púas. La oscuridad era total y el candil que llevaba apenas lograba abrirse paso con su luz temblorosa. Mi viaje había sido un suplicio; el demonio que cargaba en el saco pesaba más que el fardo de mi conciencia. Lo maté porque quise. Lo odiaba hasta la médula.
Caminé con cautela entre las tumbas en busca del centro del cementerio. A esa hora nadie debía ser testigo de mis actos. En lo alto, las nubes parecían aliarse con mi crimen, reforzando la penumbra. Desde el Mokorón, un viento frío silbaba a mis espaldas, como un presagio. Mi mano izquierda sostenía el bulto sobre mi hombro y, al mismo tiempo, el candil; la derecha arrastraba una pala sarrosa y desvencijada.
Llegué al viejo Sacuanjoche. Su silueta decrépita se alzaba como un centinela fúnebre en el centro del camposanto. Temblaba del frío. Temblaba también de algo más. Empecé a cavar.
¿Por qué odiarlo aún, después de tanto tiempo? Su sola presencia me repugnaba, por eso siempre procuré evitarlo. ¿Por qué tenía que aparecerse en ese preciso momento? Advertí el inicio de uno de mis ataques. Aun así, no me detuve.
Soy el más erudito de mi comunidad, admirado y respetado. He amado al prójimo, he velado por hacer el bien. Pero la soledad había tallado en mi alma el trastornado sentimiento del odio.
Pero él me odió primero. Yo solo respondí.
Amaba mis horas de paz: sagradas, perfectas, llenas de lectura y música. Daba conferencias en la UNAN-León. En la sala de anatomía, a mis alumnos les decía que el esqueleto que sostenía en mis manos era del mismísimo Arrechavala. Era un honor que todos ellos aprendieran anatomía con los restos de un ser místico, cuya leyenda había perturbado la paz del Laborío y San Juan de Dios. La ciencia me amaba, y yo amaba la ciencia. León era para mí París, el París con el que soñó Darío y que terminó decepcionándolo. Esa misma decepción se apoderó de mí. Por eso siempre regresaba a mi solitaria casa, en las faldas del “pulmón de Managua”.
Pero él llegó, como un espectro hecho carne, para interrumpir mi paz. Maldita la hora en que sucedió.
La música de José de la Cruz Mena, inmortalizada en vinilo, era mi refugio, mi mayor tesoro. Adoraba al leproso del río Chiquito; su música nada tenía que envidiar a los grandes compositores europeos. ¿Qué sabía Strauss del verdadero arte? Pero su voz, su maldita voz, profanaba la perfección de mis noches: un sonido monstruoso, ajeno y repulsivo, un eco inenarrable que invadía cada rincón de mi mente.
Al salir al porche de mi casa, lo vi ahí, en la entrada de la suya. Traté de enfrentarle y… sonrió.
¡Sonrió!
Mi orgullo me impidió gritarle y dar rienda suelta a mi furia. No era un hombre de palabras vulgares ni de ira visible. Pero él se paseaba, airoso, por la acera de en frente, retórico. No podía escapar de él. Ni de mi casa. Ni de mi mente.
Hui a León para evitar que la hipocresía y el rencor crecieran en mi alma. Me hospedé en La Posada del Doctor, un refugio de ensueño: escaleras y corredores palaciegos, habitaciones amplias y reconfortantes. Sobre la recepción, colgaba un imponente cuadro de Félix Rubén García Sarmiento.
¡Qué felicidad! ¡Qué paz!
Dormí como un niño. Hasta que supe que estaba ahí.
Su voz me despertó en la calurosa madrugada de la ciudad universitaria, como un latigazo inesperado. Me incorporé sobresaltado: mis manos temblaban, mi corazón martillaba mis costillas, mi respiración se volvió una súplica agitada. El eco inquietante de su voz invadía los techos vecinos del hostal, golpeando mi paciencia, azotando mis oídos.
—¡Maldito! ¿Qué quieres de mí ¡Déjame en paz!
Supe que no tenía escapatoria. Yo, que siempre había sido una persona calmada. No tengo nada más que lo que ves: una impaciencia desenfrenada, un arte sin pulir y mucho miedo a la soledad. ¿Por qué me persigues?
Seguí cavando. Respiraba cansado y escupía el polvo que me golpeaba el rostro.
Los árboles del cementerio se cerraban sobre mí, como si me interrogaran por el delito cometido. El níspero, el tigüilote, el nancite y el mango cobraron vida y me rodearon, observándome con sus ojos invisibles, pero atentos. Caí, aterrorizado, sobre la fosa que había cavado, y el saco con el cadáver de mi víctima se desplomó sobre mí con un peso infernal. Sentí mi nariz estallar, liberando un torrente de sangre. Respiraba por la boca, mientras apretaba mi nariz tratando de detener la hemorragia. La tierra, que arrastró al caer el saco, se pegaba a mis labios, me cegaba, me asfixiaba.
Me incorporé horrorizado. Había perdido la noción del tiempo y fue entonces cuando noté que la fosa que había estado cavando ya alcanzaba la altura de mi pecho. Las tumbas de los muertos vecinos estaban iluminadas con una luz inquisidora, avanzando lentamente hacia mí, como si me juzgaran. Estaba rodeado de árboles personificados, y los muertos en las tumbas parecían cobrar vida para condenarme al mismo destino.
Tiré, con rapidez y nerviosismo, el saco sobre la fosa y echaba paladas de tierra mientras aquella macabra visión se acercaba hacía mí.
Por fin terminé de enterrarlo, se lo merecía.
Nadie debía robar mi paz.
Volví a casa con el hedor de la muerte impregnado en la piel. Estaba lleno de ira. Al pasar por la sala, el espejo reflejó el monstruo en que me había convertido: un ser de rostro demacrado y ensangrentado, con la mirada enloquecida. Mi mano arrastraba la pala que había sido testigo de mi asesinato. Pero, finalmente, la paz sería mía. Al fin lograría descansar de la mirada de los ojos amarillos, de la hipócrita sonrisa y del maullido del felino del vecino.
Me bañé y caí exhausto en la cama. Dormí por dos días.
Desperté con un alarido de agonía. Un arañazo cruel rasgó la mitad de mi rostro. Mi párpado izquierdo quedó desgarrado, dejando mi globo ocular desnudo. Atrapé a la bestia del infierno entre mis manos, pero sus dientes se clavaron en mi nariz, reiniciando el sangrado.
Era él.
Era el maldito gato.
Mis gritos quedaron ahogados por las paredes de mi casa, como si el mundo exterior no existiera. Logré asirlo por la cola y lo azoté con odio visceral, una y otra vez, hasta que estalló su cabeza y sus entrañas se esparcieron por el suelo, manchando todo el lugar. Nunca creí en supersticiones ni en las historias de las nueve vidas de un gato… pero ahí estaba, muerto frente a mí. Muerto, una vez más por mi mano. Había arañado mi rostro, mi paciencia y mi sensatez.
Pero algo andaba mal. Algo terrible.
Salí al porche, jadeando, con el corazón golpeándose contra mi pecho. La policía rodeaba la casa del vecino. Los curiosos murmuraban en la calle. Eran una marea oscura que se transformó en un huracán cuando todas las miradas se posaron sobre mí.
Me quité la bata manchada por la sangre del felino y la arrojé al suelo. Escondí mis manos temblorosas a toda prisa detrás de mi espalda. Miré, atónito: un rastro de sangre recorría toda la acera del vecino, dejando una estela macabra que se desvanecía en la esquina, justo donde el camino lleva al cementerio.
—Solo he matado al maldito gato —grité, como si eso lo explicara todo. —Lo odio. Escupí sobre su cadáver al enterrarlo. Se burlaba de mí, de mis gustos, de mi silencio, de mi paz. Acechaba mi tranquilidad en las madrugadas. Su ronroneo hipócrita me despedía cada noche. Y su maullido en el techo de mi casa taladraba mi paciencia. Por eso lo maté. Sí, lo hice y pagaré por mí delito. No sé por qué me miran así por un simple gato. Merecía eso, y mucho más.
—¿Dónde lo ha enterrado? Confiese. —preguntó un policía.
—Pues en Jocote Dulce, ¿dónde más? En la mitad de la noche, lo enterré en un saco. Paz para los vecinos, paz para mis oídos.
La policía me apresó y nos precipitamos hasta el cementerio, seguidos por los curiosos.
Allí, bajo el sacuanjoche de flores blancas, estaba el montículo de tierra recién removida. La policía excavó y yo era testigo, impasible, del desentierro.
Mis ojos estallaron en lágrimas. Temblaba y sudaba. Enmudecí.
Cuando sacaron el saco, primero apareció una pierna. Luego, un brazo. Y finalmente, el rostro de mi vecino.
Grité. Grité con la voz de un condenado.
Y de repente, allí estaba él, con su trompa ensangrentada, lamiendo el rostro de su amo. El gato cenizo, demonio de mis tormentos.
Fin.
Lo puedes encontrar en:
Alvarado Pérez, J. L. (2025). [Nueve vidas]. En Noches de insomnio. Primera sección: Noches de insomnio.
Creo de los mejores que he leído, si algo me encanta de usted, es la trama de terror